1/20

El tiempo, a mi parecer, va de remiendo en remiendo.
Es un hilo que corriendo quiere arrimarse al futuro.
Donde, apoyado en un muro, el pasado está riendo.

Fernando Cabrera.



Sorprendía la pared pelada, con apenas un marco que sostenía una ficha con mala impresión. Las otras transitaban la normalidad de un hogar. Un cuadro, un mueble, una repisa, un jarrón. 

Sorprendía, además, que fuera la primera pared que se veía al entrar.  Era grosero, pero uno caía en esa telaraña: preguntar el porqué.

Entonces María Taizé contaba que participó en un concurso televisivo de preguntas y respuestas, que llegó hasta la final y ganó. Y que con ese premio terminó de comprar su casa. No lo contaba con entusiasmo, lo había perdido de tanto repetir la historia. La última pregunta, la ganadora, era esa que quedó grabada en la tarjeta del cuadrito.

Pobre María, atrapada por su minuto de fama, se veía obligada a disculparse por ser propietaria y rendir tributo a su aparición televisiva.

Hace años que no produzco casi ningún texto. Si se elige mal, los laberintos de la creatividad te dejan en un callejón sin salida. Perder el norte en la escritura es muy común para los que no tenemos estrella. Pero tenía algunos sin publicar.

Algunos tienen como telón la masacre de Cromagnón, en el 2004. Para aquella fecha yo viajaba mucho a Uruguay, y me rondaba una poesía de Mario Benedetti:

Mientras devano la memoria, forma un ovillo la nostalgia.
Si la nostalgia desovillo, se irá ovillando la esperanza.
Siempre el mismo hilo.

Le mostré los textos a Fabio y María Laura, y le comenté los posibles nombres del libro. Ellos me ayudaron a elegir a la frase del poeta como título.

Quién sabe por qué me volvieron las ganas de publicar. Busqué los textos y, como me gusta decir, ahora los libro. 

La pregunta en la que todos caíamos al entrar en la casa de María Taizé, la que nos aguardaba en el centro de la telaraña de esa pared, y de las tantas paredes que nos cercan el paso, es la pregunta del cómo salir.


La respuesta es seguir el hilo, el hilo de Ariadna.  

20/20

Minutos después, solo pedía que él se fuera.  Ella al principio no se hacía cargo. Fue por el llanto de su nietito que reaccionó. El bebé todavía no comprendía palabras, pero entendió la agresión.

Es que un Uriburu se les cruzó acompañado de frases redondas de tanto uso. Todo el pasillo los siguió, increpándoles: “A los negros hay que matarlos de chiquitos", "andáte negra villera" y otras seguramente nunca escuchadas en nuestra patria.

Aterrada, sacó al nietito del chango y corrió hacia un repositor cercano, quien llamó a los de seguridad. En el audio del hiper, detrás de las ofertas del día, resonó ese slogan que te hace sentir con la paranoia de un recién fumado: "Yo te conozco". "Yo te conozco".


El responsable de seguridad se acercó a la góndola, escuchó el relato de la señora, y se excusó: "no podemos sacarlo de acá, señora, está comprando"

19/20

Nacido y criado en Fuerte Apache, he visto morir desde siempre, y sé en qué bando quiero estar: en el de la víctima, que hoy es un Gendarme.
Si morir es demasiado para que lo soporte una vida, haber sido asesinado es lo demasiado de lo demasiado.
Si fue por diversión o invocando razones, matar siempre es descomunal. Y nada de lo que digo quiere justificar un asesinato.
Pero hay un símbolo en lo del Gendarme. Porque ellos no son los encargados de la seguridad interna –ni en el Barrio ni en el conurbano- sino los que controlan las fronteras.

Gendarmería en Fuerte Apache es El Estado que trazó sus fronteras, extranjerizo Fuerte Apache, lo excluyó de la Nación, lo transformó en la República de los otros, en el País del Paco, en el Reino de los Violentos. Y la misma Gendarmería (no el pobre muchacho, sino la fuerza) es la que por ineficacia o voluntad permite el negocio de las armas y de la droga, es la que traza y doblega sus propias fronteras. 

18/20

Se acerca a la ventanilla cada vez que alguien se sube a su automóvil. Extiende su mano, quizás reciba varias monedas o un billete. Quizás no reciba nada. No le importa. No lo hace porque necesite de ese gesto. Lo hace para saberse patriarca. Es él el que tiene el “arreglo”. Él es el Dueño de los dos metros desde el cordón hasta el centro de las calles, a él le llega el porcentaje de todos los cuida-coches que luego compartirá con el comisario. No hay guapo que se anime a pedir sin su permiso. 

17/20

Muchísimos años antes de que se hiciera famoso por sus empanadas, cuando era todavía un niño, su padre lo reprendió duramente por haberle robado unas naranjas al verdulero. El niño sintió la dureza del golpe, lloró. Lloró por última vez en su vida. Cuando se secó las lágrimas, miró al padre y le ordenó: “no lo vuelvas a hacer más”

En su mirada ya tenía el filo con el que, muchísimos años después, en la cárcel, iba a hacer empanadas de sus compañeros. 

16/20

La resaca de todas las heces, con sus texturas, sus humores, sus vapores.  La humedad del orín, el verdoso opaco de los hogos. Las grietas en las paredes, el hueco como inodoro, el meadero. Un marco sin su puerta. Sucios retazos de diarios, arrugados, abandonados en el suelo. Los vahos, esa paleta habitada de ácidos, de amoníaco, de gases irritantes. La luz agonizante. El silencio acompasado por una canilla goteante.
La corta edad y ese arrojo. No conjugar el deseo, sino ser llevado por las insoportables ganas. Viajar hasta esa solitaria estación, esperar que se marche el tren. Ir hasta el fondo, hasta el baño.
Esperar al rezagado, ese  que perdió el tren y que en algún momento tiene que mear. Esperar que alguno entre, que “pele”. Que al mear, muestre un poco más. Fingir normalidad dentro de un baño público de una estación donde casi nadie pasa. Mirar de reojo. Sentir que el cuerpo duele, que se siente la atracción en los tuétanos de los huesos, en el temblor de la piel, en la expectación de los sentidos.
Y por fin la palabra. Ese “qué mirás, puto” dicho con asco. Esa palabra que aún su violencia, en su desprecio, no deja de ser un reconocimiento, una identificación.
Es un saberse situado, allí, en la tetera de la estación del ferrocarril del Estado. La mónada que se abre desde la letrina al mundo, desde un lugar de mierda hacia la mierda.
Saberse situado, donde se ha ido para encontrarse con un desconocido. Esa cita a ciegas que sólo uno establece.
El resquicio de una sociedad en de dictadura, esa grieta donde el intercambio sexual entre dos varones anónimos podía darse. No había afecto, ni el propio. No había nombres. Había una búsqueda, la búsqueda de un otro, la búsqueda de un yo.

15/20

Buscábamos el detalle.

Sabíamos que no eran tiempos para sobresalir.

Bastaba unos anillos, una pulsera, dos dedos más de melena, el ancho de las botamangas, salirse de los colores opacos, la cadencia al caminar o ese brillo en la mirada.

La calle era nuestra. Los tiempos no daban para detenerse, para juntarse. Sólo podía haber una junta. Todos los demás, del trabajo a la casa.

La parte difícil era la búsqueda.

Si lográbamos encontrar uno, las luces del “truya”, el “mono” puesto, y el respeto que se nos tenía en aquellos tiempos bastaban para inmovilizarlo. No teníamos que dar ninguna explicación.

Lo cargábamos, y se lo llevábamos. Con el “gancho” puesto se lo dejábamos en el despacho. Nos íbamos, los dejábamos solos.

No nos preguntábamos qué secreto guardaban esa hora y media, ese despacho, esos dos varones. No eran tiempos para guardar secretos.

Nos bastaba saber que durante algunos días el comisario andaría más tranquilo, como descargado, agradecido por la gentileza.


Pero el goteo de los días lo irían a llenar y haría falta salir otra vez a buscar el detalle.

14/20

Tiene la mirada del Padre, comentó el marino. Orgulloso de que alguien con su apellido llegue a abanderado en el liceo, alzando la celeste y blanca.
Lo imaginaban tocando el piano sobre la loza radiante en el casino de oficiales de Puerto Belgrano.

Tiene la mirada del padre, de ese que chuparon, y que siguen cotidianamente haciéndolo desaparecer en esa constante que se revela ante la mirada del marino, del apropiador. 

13/20

"Sos un charleta" le decía la nona Elvira. Y ciertamente lo era.
Si antes del año ya decía algunas palabras, a los dos era la delicia de sus abuelas.
LLegó al pre-escolar leyendo y escribiendo. Y se aburría mucho en la salita azul. Salvo cuando jugaba con Vero. Una vez, en el arenero, se dieron un beso. Aunque su corazón era por entero para Cecilia, la de música.
Segundo grado fue el último que cursó. Después le pusieron una particular para que complete la currícula a su ritmo.
Festejó los 14 un martes de carnaval. Y el festejo fue doble: la última materia del secundario aprobada.
Le gustaba responder las inquietudes ajenas. Disfrutaba del abordaje metodológico, de la elección de ejemplos, del peso de la palabra en el engranaje de la oración. Poseía destreza argumentativa, que intensificaba por el uso del tono, del volumen y del color de la voz. Pero se apasionaba cuando las preguntas eran de exámenes. No las respondía sino que las diseccionaba primero para luego proceder a aniquilarlas. Lograba lo que parecía casi imposible: que el evaluador termine preguntándose por la validez de su propia pregunta.
El cuarto idioma lo aprendió leyendo en el viaje. Los martes y jueves iba a Don Torcuato a entrenar. La hora de ida y la hora de vuelta fueron del Dante, de su infierno y de sus santos. Le gustaba mucho pensar en inglés las cuestiones técnicas, y contarse su vida en el alemán vulgar  que aprendió de su abuelo paterno. Pero para putear usaba el guaraní. Al fin y al cabo, su debut sexual fue en su casa y con esa cuarentona que le cambió los primeros pañales y le lavó los calzones hasta los 20.
Odiaba el polen, la primavera y la alergia. Prefería el ajedrez, y las olimpiadas de matemáticas.
Su primer doctorado a los 20. El segundo tardó cuatro años más.
Llovía y era lunes. Esas lluvias de octubre donde agosto está tan presente. Salió del cine, y por no llevar paraguas, se alborotó al salir y se llevó por delante a una mujer. Alborotado, no se fijó en sus ojos, y por eso no la reconoció. Ella sí: lo veía a diario en el pre-escolar y lo siguió buscando desde que en tercero no volvió al aula.
Un poco para disculparse, aceptó la invitación de un café para el próximo lunes.

Ya en 36 billares, ante la lágrima en jarrito, y después de la enumeración de títulos, ella le preguntó sí había algo que te faltara aprender. Un rubor se hizo eco en la sonrisa y con modestia respondió que siempre nos falta aprender algo. Esa fue la única vez que su respuesta, sin caer en la falsedad, no era exacta. Él sabía muy bien qué es lo que le faltaba aprender y no se animó a contarlo: Le faltaba aprender a llorar.

12/20

Sus primeras incomodidades las vivió en el jardín. A la salida, sus compañeritos solían decirle: ahí vino tu abuelita. Y en realidad era la madre quien pasaba a buscarlo. Nació después de cinco partos, y como se decían en aquella época, la fábrica había cerrado. O por lo menos hasta su nacimiento eso creían.
Se llamaba Esteban, aunque debería haberlo llamado DIU.
Su madre y sus hermanas se fascinaron con sus nalguitas blancas, con sus cachetes rosas, con sus pucheritos con chupete. Hicieron de él casi un juguete, un objeto de ternura, como los peluches.
En la secundaria lo comenzaron a llamar “El perro”.  Era un pibe lindo, su apodo no tenía que ver con el rostro, sino con el gesto. Un estado de enojo permanente. Él estaba acostumbrado a ser mirado por esas seis mujeres que eran su corte, que sólo veían en él a un príncipe, a un peluche, a un platero y yo. Él estaba acostumbrado a recibir halagos matinales, como un Pater romano. Pero extramuros,  fuera del  ámbito doméstico, el mundo no sucumbía, increíblemente, ante él.
Un día decidió buscar amor lejos de esas mujeres. Por Chat quedó en encontrarse en un Mc Donald´. Su primera citas a ciegas.
Fue con su cara de perro, entendiendo que su belleza no iba a encontrar reciprocidad.
Para su sorpresa, la cosa fue distinta. La flaca que lo esperaba lo saludó correctamente, lo miró detenidamente, compartió un Big Mac, y luego le dijo “todo bien, podemos ser amigos” a lo que Esteban respondió: “no te entiendo”. “que no sos mi tipo”. “no te entiendo”. “que no me gustás”. “no te entiendo”.

“No te entiendo”.

11/20

No fue como cuando fueron al zoológico. El león en su jaula, las serpientes entre vidrios y el panda entre peluches. Durante dos semanas se recolectó azúcar, yerba y leche en polvo que luego una delegación de alumnos, docentes y padres llevaron al comedor de carenciados del barrio de la Boca. Ella había conseguido en oferta un paquete de yerba. Sintió que hacía demasiado bien, y sentía que algún rostro anónimo jamás se lo agradecería. Decidió acompañar a su hija. Llegó ese día, y ella, siempre muy precavida, le explicó a su hija que eso no era como cuando fueron al zoológico. Entonces sacó los dos barbijos, se lo puso a su hija, se lo puso ella y entraron al comedor.

10/20

Sus papis querían quedarse un poquito solos, porque esa era también una de las razones de las vacaciones. Pero como nublaba, la playa no era un buen lugar para dejar al chiquito. Al abuelo se le ocurrió aprovechar que no había sol para caminar por el centro.

Vamos a la casa del Altísimo, le dijo. Y algo de cierto tendría esa afirmación, ya que la puerta era realmente enorme. Entraron a un lugar de techos altos, de sillas largas, un lugar muy limpio y con ventanas de espejitos de colores. Había una mezcla de rareza y seriedad.
Velas prendidas, a pesar de que había luz. Muchas sillas pero una sola mesa, allá, delante de todo.  
También había maniquíes con ropas de otros tiempos, muy fuera de moda.
Una viejita que hablaba con nadie, que murmuraba, que tenía un collar, pero en la mano. Y que en vez de estar sentada, estaba de rodillas.

Pero lo que más le llamó la atención fue una imagen, esa que estaba arriba y en el centro. Al ver a ese hombre con sólo un taparrabos  y colgado del madero, el niño preguntó: ¿qué hace ahí Tarzán? 

9/20

Imposible precisar los años, porque en aquella infancia no conocía qué conjuros hay en eso de contar la vida.
Entrada ya la noche, como se dice cuando lo oscuro nos irrumpe adentro, me caí del sueño y desperté de mucho más.
Las cerradas mantas ahogaban menos que la irrupción torrencial del tiempo. En Bocanadas de lágrimas, en taquicardia de  desconsuelo, en convulsiones lacrimógenas, me lloré la vida por delante.
Los siguientes  años no pude conciliar el llanto a pesar de mil intentos. Lo había gastado todo como el ahorro de un niño. Y no me quedó soporte con qué hacerlo. Reseca la mirada y el corazón dislocado.
Han pasado más de veinte e inauguro el intento de entender con palabras lo que sabía a sal, lo que cebé en llanto amargo, lo que fue como el misterio que se revela siendo respuesta plena a la imposible formulación de algún atisbo cuestionamiento.
Fue mi debut en el abismo, vi la muerte de las cosas, de los rostros, de los otros, de lo propio y de lo nuestro. Antes que amanezca supe que las horas se suceden y se termina el tiempo.

Pero lo que lloré de golpe, como rompiendo bolsa, lo que me partió la vida dejándome sin cascarón y  desplumado, no fue descubrir que todo lleva en sí su fin, y su consuelo. Ya que no es posible el rodado sin su eje, ni lo móvil sin lo anclado y por lo eterno somos tiempo. Lo que es infierno y purga, es que aunque las cosas pasen, yo las sigo queriendo. Condenado a amar para siempre, siendo yo mismo la variable, anclaje y eje de lo que pasa, de lo que acaba con el tiempo. 

8/20

Para que pueda volver, para que pueda volar, mi madre fabricó las alas del angelito. Uno de los Rojas, a poco de nacer, murió.
Dionisia oficiaba como nadie la liturgia que acompaña el último adiós. En el réquiem en guaraní, su garganta era poseída por el mismo difunto, y desde allí emitía  su desgarro final. No hay mujer más heroica que la mujer paraguaya, solía decir Bergoglio, porque supo levantar a un pueblo exterminado por la guerra de la triple Alianza.  
Dionisia nació con una sangre viuda, y por eso sabía ser la mejor escolta en esto de acompañar al que deja la vida.
De mano en mano, bajábamos  entre todos el pequeño ataúd. Los cuatro pisos por escaleras era, literalmente, una imagen dantesca. La muerte es un descender,  una caída sin fondo.
Ahora los velorios son otra cosa. Se llora con pudor, con prudencia, con incomodidad.
Asistimos en ojotas, como a la playa. Y hablamos fuerte, y bebemos más fuerte aún. Los dedos que recorrían las cuentas de la oración fueron ahora sustituidos por los pulgares  que marcan las teclas del mensajito del texto. La mirada baja no lamenta la despedida, mira la pantalla del celular.

“La novena” ya no es una costumbre, pero todavía algunos la practican. Juntarse durante 9 días a la misma hora para el rosario por el alma del fiel difunto y todas las almas del purgatorio. Elena lo presidía, y en pleno transe de ave-marías, su celular sonó. El “llena de gracia” del rezo se confundió con el nunca más oportuno “es un bombón asesino” de su ringstone 

7/20

Tomé el 86 hasta Flores. 
Había lugar para no más de 20 personas sentadas. En la entrada, un quiosco, detrás las mesas, tres escalones y la barra.
La conducción se ubicó sobre los tres escalones. En la barra, sentado y tomando un whisky estaba Santiago Araya. Leyeron varios poemas.
Jacky habló de aquellas personas que desaparecen de nuestras vidas antes de tiempo, de aquellos vínculos que se van antes de que se cierren. De esos que son como interrogantes hechos en un tiempo que ya no existe, condenados a ser perpetuos. Fantasmas.
En la conducción fueron alternando Pantuso y su hermano.
Me convocaron para leer alguno de mis textos, y fue Jacky quien me presentó y me hizo un par de preguntas que los nervios contestaron por mí.
Aproveché para leer la poesía “Fantasma”, celebrando la coincidencia entre la conductora y mi escritura.
El ciclo en Flores no llegó a la docena de Viernes, Recibí un par de mails de Jacqueline. Luego, como todas las cosas en el tiempo, se volvió una referencia lejana, apenas un nombre en mi libreta de direcciones, un par de palabras con arroba en el medio. 
Ella era periodista, y estaba escribiendo crónicas sobre las nuevas bandas. Por eso pagó la entrada, por eso estuvo esa noche, por eso no pudo salir.
Fantasmas son personas que desaparecen de la vida antes de tiempo.
Ya sin ropa, con sólo el alma puesta, espera Jacqueline que le devuelvan la vida que antes de tiempo le quitaron en un recital de Callejeros. 

6/20

En cada estrella, un nombre, una foto, distintas fechas de inicio, la misma fecha final.
Detrás, una habitación compartida y exterior. Todos los objetos tienen el color de lo nublado. Posters de equipos de fútbol, trapos de callejeros, remeras ordenadas con doblez de madre, zapatillas en hilera y atadas.
Ya sin hijos aquí, las madres siguen ordenando el cuarto. Las madres y los padres siguen siéndolo.

Lo que brilla entre cenizas es el recuerdo. Arbolito con ciento noventa y cuatro estrellas. Constelación plantada y florecida. La constelación que floreció entre cenizas está plantada en Bartolomé Mitre y Ecuador

5/20

Dos coreanas ofrecían agua. También lo hacía una peruana. 

Un pibe, calzado con dos zapatillas de distintos pares, preguntó “dónde está la plaza”, y la plaza estaba donde él, pero él no estaba. 

Un solterón de cuarenta comentó: “esto es a propósito, nos están matando; esto fue planeado, estamos en una guerra”.  

Un muchachote iba y venía desde el lavadero de autos, y transmitía las cifras que veía en Crónica TV “ya son ciento veinte”.

Buscando complicidad, al cordón policial se acercó un veterano y comentó: “si estuvieran los militares, esto no pasaba”.

Un exaltado sin ningún pariente entre las víctimas, arengaba al grito “nos están ocultando los muertos” y junto a otros forcejeó buscando entrar al lugar de la tragedia.

Un italiano que vive por Anchorena dijo “Acá, lo que hace falta es una guerra, para que la gente aprenda”.

Uno de los que pudo salir del boliche Cromagnon gritó “por qué no se incendió alguna de esas bailantas llena de negros”.


Dos coreanas ofrecían agua. También lo hacía una peruana.  

4/20

“¡Ahí viaja Papanuel!”. Y por eso no le sacó la vista. 

Su madre aprovechó la distracción para entrar y colocar debajo del arbolito el regalo.

“¡Ahí viene!”

Como en un riel, el rojo globo de papel se desplazaba lento, sostenido, elevado y conducido por la pequeña llama que anidaba adentro.  

Las doce estallaba, estrellas estrelladas en las sombras: ese fondo oscuro de arriba.

El globo se acercaba cada vez más. Y así crecía su ilusión del pequeño. Con emoción incontrolable lo veía venir.

Quien no la veía venir era el globo. El globo no vio es el cable del tendido público, ese que al rozarlo lo desestabilizó, que al desestabilizarlo, arrimó la llama al papel; llama que se extendió por todo el globo; globo que se puso fuego para caer negro, desinflado, hueco, roto, murciélago muerto, carbonizado. Pasar de carroza de Papanuel a avión de Austral sobre costanera.

Y sin sacar la vista no vio más Papanuel ni su carroza china. La candela de la esperanza se extinguió. La carroza fue arrasada por la realidad. El fuego fue voraz. Y la visita de lo que se le acercaba le defecó el alma. 

Poco crédito dio a las improvisadas explicaciones de los adultos. Papanuel venia ahí, y se incineró.

La condición de la esperanza es la pequeñez. Esa pequeña luz que eleva la delgadez de una existencia, esa gota de fuego que sostiene el leve vuelo. El tibio candil sobre la noche. La ilusión que viaja en un delgado papel.

El arrebato no conduce, el arrebato aniquila. Quemarse en la esperanza es tanto como no tenerla. Es fanatismo. Hay que quemarse en el día, al sol. Hay que encarnar el deseo, hay que embarcarse en el proyecto. Hay que trabajar el sueño, hacerlo diurno, despertarlo. No esperar el regalo, darlo.

Pero eso si, nunca apagar la pequeña llama, ese fuego del tamaño de una grieta. Esa luz para los intersticios que amenazan quebrarnos. La esperanza es para cuando nos cubre la oscuridad. 

3/20

Sin las manos no sabían contar.

En cuatro dedos, la edad.

El verano inaugurado les cambió los cartones en el piso por la andanza callejera.

Roñosos y malcomidos, andaban la madrugada con una discusión que involucraba pasión y cuentas.

Yo los miraba sentado en las escalinatas de Parque Rivadavia.

Cuando los vi contando con los dedos y acercándose hacia mí, busqué la moneda, esa que le doy a ellos pero que es para mí.

 “Don, ¿le podemos hacer una pregunta?”.

Imaginé el mangazo, las baratijas del kiosco cambiadas por mi limosna. Pero me equivoqué: no buscaban felicidacitas envueltas en pequeños celofanes. Esperaban algo más grande, tan grande que no se llama espera sino esperanza.

Con los dedos dispuestos para la suma, y como si fuera la misma mano quien pregunta, uno de ellos me dice: “Don, ¿cuánto días faltan para Navidad?”

2/20

Todas las madrugadas, apenas unos metros de la esquina de Medrano y Rivadavia, una camionetita estaciona, baja unos cajones de pescado y los deposita en el refrigerador del mercadito. Minutos más tarde le llega el turno al quiosco de revistas, quien recibe la pila de periódicos del día. Una noche, bien no sé por qué los roles se cambiaron. A la mañana siguiente, los clientes compraron corvina, abrieron rabas y leyeron salmón. A pesar de lo que se pueda llegar a pensar, esos lectores quedaron muy bien informados. Ah, eso sí, lo de la pescadería era incomible

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Almagro, Buenos Aires, Argentina