Buscábamos el detalle.
Sabíamos que no eran tiempos para sobresalir.
Bastaba unos anillos, una pulsera, dos dedos más de
melena, el ancho de las botamangas, salirse de los colores opacos, la cadencia
al caminar o ese brillo en la mirada.
La calle era nuestra. Los tiempos no daban para
detenerse, para juntarse. Sólo podía haber una junta. Todos los demás, del
trabajo a la casa.
La parte difícil era la búsqueda.
Si lográbamos encontrar uno, las luces del “truya”,
el “mono” puesto, y el respeto que se nos tenía en aquellos tiempos bastaban
para inmovilizarlo. No teníamos que dar ninguna explicación.
Lo cargábamos, y se lo llevábamos. Con el “gancho”
puesto se lo dejábamos en el despacho. Nos íbamos, los dejábamos solos.
No nos preguntábamos qué secreto guardaban esa hora
y media, ese despacho, esos dos varones. No eran tiempos para guardar secretos.
Nos bastaba saber que durante algunos días el
comisario andaría más tranquilo, como descargado, agradecido por la gentileza.
Pero el goteo de los días lo irían a llenar y haría
falta salir otra vez a buscar el detalle.
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