Para que pueda volver, para que pueda volar, mi
madre fabricó las alas del angelito. Uno de los Rojas, a poco de nacer, murió.
Dionisia oficiaba como nadie la liturgia que
acompaña el último adiós. En el réquiem en guaraní, su garganta era poseída por
el mismo difunto, y desde allí emitía su
desgarro final. No hay mujer más heroica que la mujer paraguaya, solía decir
Bergoglio, porque supo levantar a un pueblo exterminado por la guerra de la
triple Alianza.
Dionisia nació con una sangre viuda, y por eso sabía
ser la mejor escolta en esto de acompañar al que deja la vida.
De mano en mano, bajábamos entre todos el pequeño ataúd. Los cuatro pisos
por escaleras era, literalmente, una imagen dantesca. La muerte es un
descender, una caída sin fondo.
Ahora los velorios son otra cosa. Se llora con
pudor, con prudencia, con incomodidad.
Asistimos en ojotas, como a la playa. Y hablamos fuerte,
y bebemos más fuerte aún. Los dedos que recorrían las cuentas de la oración
fueron ahora sustituidos por los pulgares que marcan las teclas del mensajito del texto.
La mirada baja no lamenta la despedida, mira la pantalla del celular.
“La novena” ya no es una costumbre, pero todavía
algunos la practican. Juntarse durante 9 días a la misma hora para el rosario
por el alma del fiel difunto y todas las almas del purgatorio. Elena lo
presidía, y en pleno transe de ave-marías, su celular sonó. El “llena de gracia”
del rezo se confundió con el nunca más oportuno “es un bombón asesino” de su
ringstone
1 comentario:
Espectacular!!!!!!!!!!!
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