Imposible precisar los años, porque en aquella
infancia no conocía qué conjuros hay en eso de contar la vida.
Entrada ya la noche, como se dice cuando lo oscuro
nos irrumpe adentro, me caí del sueño y desperté de mucho más.
Las cerradas mantas ahogaban menos que la irrupción
torrencial del tiempo. En Bocanadas de lágrimas, en taquicardia de desconsuelo, en convulsiones lacrimógenas, me
lloré la vida por delante.
Los siguientes
años no pude conciliar el llanto a pesar de mil intentos. Lo había
gastado todo como el ahorro de un niño. Y no me quedó soporte con qué hacerlo.
Reseca la mirada y el corazón dislocado.
Han pasado más de veinte e inauguro el intento de
entender con palabras lo que sabía a sal, lo que cebé en llanto amargo, lo que
fue como el misterio que se revela siendo respuesta plena a la imposible
formulación de algún atisbo cuestionamiento.
Fue mi debut en el abismo, vi la muerte de las
cosas, de los rostros, de los otros, de lo propio y de lo nuestro. Antes que
amanezca supe que las horas se suceden y se termina el tiempo.
Pero lo que lloré de golpe, como rompiendo bolsa, lo
que me partió la vida dejándome sin cascarón y
desplumado, no fue descubrir que todo lleva en sí su fin, y su consuelo.
Ya que no es posible el rodado sin su eje, ni lo móvil sin lo anclado y por lo
eterno somos tiempo. Lo que es infierno y purga, es que aunque las cosas pasen,
yo las sigo queriendo. Condenado a amar para siempre, siendo yo mismo la
variable, anclaje y eje de lo que pasa, de lo que acaba con el tiempo.
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