13/20

"Sos un charleta" le decía la nona Elvira. Y ciertamente lo era.
Si antes del año ya decía algunas palabras, a los dos era la delicia de sus abuelas.
LLegó al pre-escolar leyendo y escribiendo. Y se aburría mucho en la salita azul. Salvo cuando jugaba con Vero. Una vez, en el arenero, se dieron un beso. Aunque su corazón era por entero para Cecilia, la de música.
Segundo grado fue el último que cursó. Después le pusieron una particular para que complete la currícula a su ritmo.
Festejó los 14 un martes de carnaval. Y el festejo fue doble: la última materia del secundario aprobada.
Le gustaba responder las inquietudes ajenas. Disfrutaba del abordaje metodológico, de la elección de ejemplos, del peso de la palabra en el engranaje de la oración. Poseía destreza argumentativa, que intensificaba por el uso del tono, del volumen y del color de la voz. Pero se apasionaba cuando las preguntas eran de exámenes. No las respondía sino que las diseccionaba primero para luego proceder a aniquilarlas. Lograba lo que parecía casi imposible: que el evaluador termine preguntándose por la validez de su propia pregunta.
El cuarto idioma lo aprendió leyendo en el viaje. Los martes y jueves iba a Don Torcuato a entrenar. La hora de ida y la hora de vuelta fueron del Dante, de su infierno y de sus santos. Le gustaba mucho pensar en inglés las cuestiones técnicas, y contarse su vida en el alemán vulgar  que aprendió de su abuelo paterno. Pero para putear usaba el guaraní. Al fin y al cabo, su debut sexual fue en su casa y con esa cuarentona que le cambió los primeros pañales y le lavó los calzones hasta los 20.
Odiaba el polen, la primavera y la alergia. Prefería el ajedrez, y las olimpiadas de matemáticas.
Su primer doctorado a los 20. El segundo tardó cuatro años más.
Llovía y era lunes. Esas lluvias de octubre donde agosto está tan presente. Salió del cine, y por no llevar paraguas, se alborotó al salir y se llevó por delante a una mujer. Alborotado, no se fijó en sus ojos, y por eso no la reconoció. Ella sí: lo veía a diario en el pre-escolar y lo siguió buscando desde que en tercero no volvió al aula.
Un poco para disculparse, aceptó la invitación de un café para el próximo lunes.

Ya en 36 billares, ante la lágrima en jarrito, y después de la enumeración de títulos, ella le preguntó sí había algo que te faltara aprender. Un rubor se hizo eco en la sonrisa y con modestia respondió que siempre nos falta aprender algo. Esa fue la única vez que su respuesta, sin caer en la falsedad, no era exacta. Él sabía muy bien qué es lo que le faltaba aprender y no se animó a contarlo: Le faltaba aprender a llorar.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente esta historia, muy bien resumida, te felicito Malversa :)

Anónimo dijo...

Excelente esta historia, muy bien resumida, te felicito Malversa :)

Unknown dijo...

Gracias Terni!

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Almagro, Buenos Aires, Argentina