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Sus primeras incomodidades las vivió en el jardín. A la salida, sus compañeritos solían decirle: ahí vino tu abuelita. Y en realidad era la madre quien pasaba a buscarlo. Nació después de cinco partos, y como se decían en aquella época, la fábrica había cerrado. O por lo menos hasta su nacimiento eso creían.
Se llamaba Esteban, aunque debería haberlo llamado DIU.
Su madre y sus hermanas se fascinaron con sus nalguitas blancas, con sus cachetes rosas, con sus pucheritos con chupete. Hicieron de él casi un juguete, un objeto de ternura, como los peluches.
En la secundaria lo comenzaron a llamar “El perro”.  Era un pibe lindo, su apodo no tenía que ver con el rostro, sino con el gesto. Un estado de enojo permanente. Él estaba acostumbrado a ser mirado por esas seis mujeres que eran su corte, que sólo veían en él a un príncipe, a un peluche, a un platero y yo. Él estaba acostumbrado a recibir halagos matinales, como un Pater romano. Pero extramuros,  fuera del  ámbito doméstico, el mundo no sucumbía, increíblemente, ante él.
Un día decidió buscar amor lejos de esas mujeres. Por Chat quedó en encontrarse en un Mc Donald´. Su primera citas a ciegas.
Fue con su cara de perro, entendiendo que su belleza no iba a encontrar reciprocidad.
Para su sorpresa, la cosa fue distinta. La flaca que lo esperaba lo saludó correctamente, lo miró detenidamente, compartió un Big Mac, y luego le dijo “todo bien, podemos ser amigos” a lo que Esteban respondió: “no te entiendo”. “que no sos mi tipo”. “no te entiendo”. “que no me gustás”. “no te entiendo”.

“No te entiendo”.

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Almagro, Buenos Aires, Argentina