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La resaca de todas las heces, con sus texturas, sus humores, sus vapores.  La humedad del orín, el verdoso opaco de los hogos. Las grietas en las paredes, el hueco como inodoro, el meadero. Un marco sin su puerta. Sucios retazos de diarios, arrugados, abandonados en el suelo. Los vahos, esa paleta habitada de ácidos, de amoníaco, de gases irritantes. La luz agonizante. El silencio acompasado por una canilla goteante.
La corta edad y ese arrojo. No conjugar el deseo, sino ser llevado por las insoportables ganas. Viajar hasta esa solitaria estación, esperar que se marche el tren. Ir hasta el fondo, hasta el baño.
Esperar al rezagado, ese  que perdió el tren y que en algún momento tiene que mear. Esperar que alguno entre, que “pele”. Que al mear, muestre un poco más. Fingir normalidad dentro de un baño público de una estación donde casi nadie pasa. Mirar de reojo. Sentir que el cuerpo duele, que se siente la atracción en los tuétanos de los huesos, en el temblor de la piel, en la expectación de los sentidos.
Y por fin la palabra. Ese “qué mirás, puto” dicho con asco. Esa palabra que aún su violencia, en su desprecio, no deja de ser un reconocimiento, una identificación.
Es un saberse situado, allí, en la tetera de la estación del ferrocarril del Estado. La mónada que se abre desde la letrina al mundo, desde un lugar de mierda hacia la mierda.
Saberse situado, donde se ha ido para encontrarse con un desconocido. Esa cita a ciegas que sólo uno establece.
El resquicio de una sociedad en de dictadura, esa grieta donde el intercambio sexual entre dos varones anónimos podía darse. No había afecto, ni el propio. No había nombres. Había una búsqueda, la búsqueda de un otro, la búsqueda de un yo.

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Almagro, Buenos Aires, Argentina