“¡Ahí viaja
Papanuel!”. Y por eso no le sacó la vista.
Su madre aprovechó la distracción
para entrar y colocar debajo del arbolito el regalo.
“¡Ahí viene!”
Como en un
riel, el rojo globo de papel se desplazaba lento, sostenido, elevado y
conducido por la pequeña llama que anidaba adentro.
Las doce estallaba, estrellas estrelladas en las
sombras: ese fondo oscuro de arriba.
El globo se acercaba cada vez más. Y así crecía su
ilusión del pequeño. Con emoción incontrolable lo veía venir.
Quien no la veía venir era el globo. El globo no vio es
el cable del tendido público, ese que al rozarlo lo desestabilizó, que al
desestabilizarlo, arrimó la llama al papel; llama que se extendió por todo el globo;
globo que se puso fuego para caer negro, desinflado, hueco, roto, murciélago
muerto, carbonizado. Pasar de carroza de Papanuel a avión de Austral sobre
costanera.
Y sin sacar la vista no vio más Papanuel ni su carroza china. La candela de
la esperanza se extinguió. La carroza fue arrasada por la realidad. El fuego
fue voraz. Y la visita de lo que se le acercaba le defecó el alma.
Poco crédito
dio a las improvisadas explicaciones de los adultos. Papanuel venia ahí, y se
incineró.
La condición de la esperanza es la pequeñez. Esa
pequeña luz que eleva la delgadez de una existencia, esa gota de fuego que
sostiene el leve vuelo. El tibio candil sobre la noche. La ilusión que viaja en
un delgado papel.
El arrebato no conduce, el arrebato aniquila.
Quemarse en la esperanza es tanto como no tenerla. Es fanatismo. Hay que
quemarse en el día, al sol. Hay que encarnar el deseo, hay que embarcarse en el
proyecto. Hay que trabajar el sueño, hacerlo diurno, despertarlo. No esperar el
regalo, darlo.
Pero eso si, nunca apagar la pequeña llama, ese
fuego del tamaño de una grieta. Esa luz para los intersticios que amenazan
quebrarnos. La esperanza es para cuando nos cubre la oscuridad.
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