"Sos un charleta" le decía la nona Elvira.
Y ciertamente lo era.
Si antes del año ya decía algunas palabras, a los
dos era la delicia de sus abuelas.
LLegó al pre-escolar leyendo y escribiendo. Y se
aburría mucho en la salita azul. Salvo cuando jugaba con Vero. Una vez, en el
arenero, se dieron un beso. Aunque su corazón era por entero para Cecilia, la
de música.
Segundo grado fue el último que cursó. Después le
pusieron una particular para que complete la currícula a su ritmo.
Festejó los 14 un martes de carnaval. Y el festejo
fue doble: la última materia del secundario aprobada.
Le gustaba responder las inquietudes ajenas.
Disfrutaba del abordaje metodológico, de la elección de ejemplos, del peso de
la palabra en el engranaje de la oración. Poseía destreza argumentativa, que
intensificaba por el uso del tono, del volumen y del color de la voz. Pero se
apasionaba cuando las preguntas eran de exámenes. No las respondía sino que las
diseccionaba primero para luego proceder a aniquilarlas. Lograba lo que parecía
casi imposible: que el evaluador termine preguntándose por la validez de su
propia pregunta.
El cuarto idioma lo aprendió leyendo en el viaje.
Los martes y jueves iba a Don Torcuato a entrenar. La hora de ida y la hora de
vuelta fueron del Dante, de su infierno y de sus santos. Le gustaba mucho
pensar en inglés las cuestiones técnicas, y contarse su vida en el alemán
vulgar que aprendió de su abuelo
paterno. Pero para putear usaba el guaraní. Al fin y al cabo, su debut sexual
fue en su casa y con esa cuarentona que le cambió los primeros pañales y le
lavó los calzones hasta los 20.
Odiaba el polen, la primavera y la alergia. Prefería
el ajedrez, y las olimpiadas de matemáticas.
Su primer doctorado a los 20. El segundo tardó
cuatro años más.
Llovía y era lunes. Esas lluvias de octubre donde
agosto está tan presente. Salió del cine, y por no llevar paraguas, se alborotó
al salir y se llevó por delante a una mujer. Alborotado, no se fijó en sus
ojos, y por eso no la reconoció. Ella sí: lo veía a diario en el pre-escolar y
lo siguió buscando desde que en tercero no volvió al aula.
Un poco para disculparse, aceptó la invitación de un
café para el próximo lunes.
Ya en 36 billares, ante la lágrima en jarrito, y
después de la enumeración de títulos, ella le preguntó sí había algo que te
faltara aprender. Un rubor se hizo eco en la sonrisa y con modestia respondió
que siempre nos falta aprender algo. Esa fue la única vez que su respuesta, sin
caer en la falsedad, no era exacta. Él sabía muy bien qué es lo que le faltaba
aprender y no se animó a contarlo: Le faltaba aprender a llorar.
3 comentarios:
Excelente esta historia, muy bien resumida, te felicito Malversa :)
Excelente esta historia, muy bien resumida, te felicito Malversa :)
Gracias Terni!
Publicar un comentario